Vaciar la bolsa es una tarea que hago como mínimo, cuatro veces al día (en la entrada anterior ya comenté que lo hago en el inodoro y arrodillado en una pierna. Si estoy en casa o de viaje tengo un amohadoncito y sinó viene bien un diario doblado en dos).
De todas maneras muchas veces salgo a cenar después de trabajar y forzosamente tengo que aligerar la carga en el baño del trabajo para estar más cómodo. Es inevitable que a partir de tener este nuevo complemento uno calcule sus actividades a partir de los ritmos “bolsáticos”, por llamarlo de alguna manera.
Es decir, si salgo a comer un asado al río, tengo que tener en cuenta las horas que estaré lejos de un inodoro como para llevar mi equipo de desecho portátil.
De todas maneras a esta altura estoy bastante acostumbrado y confío en mi capacidad de improvisación, pero de todos modos no cuesta nada llevar bolsas de residuos, una bolsita de repuesto y gazas. Es más, en el cajón del escritorio del trabajo tengo un mini equipo de urgencia, por las dudas. No es que tenga premoniciones catastróficas, pero me hace sentir más tranquilo.
Hablando de trabajo siempre me preguntaba que contar y cómo contarlo. Lo cierto es que la gente en general es prudente y se conforma con tu historia por más que sea corta o escasa en detalles. Yo fui improvisando la mía y quedó más o menos así: “me operaron la parte enferma del intestino grueso y en tres intervenciones me van a recomponer la función digestiva”. La gente te mira, dice…Ajha! y se queda conforme aunque no haya entendido nada.
Nadie me preguntó por la bolsa, salvo un amigo que se hizo el pícaro y me dijo: ¡que tal al bolsita!... Yo redoblé la apuesta, amagué subirme la remera y le contesté: ¿queres que te la muestre?. No!, dijo horrorizado y nunca más me preguntó.
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